Es una cicatriz fea, demasiado grande, demasiado violenta para mi gusto. Me hubiera gustado más algo como lo que intenté, algo frio, aséptico, quirúrgico, un corte limpio y un trazo fino, más redondeado. A veces me resulta tosca, amenazante, y la tapo bajo dos capas de algodón, porque las cicatrices tienen una historia y se vuelven negras con las nubes y marrones con el sol, esa piel que no será más rosada, no será más un trozo de piel cualquiera y hablará en silencio.
Cuando noto que me falla alguna de las tres cosas que ese trozo de piel me recuerda, me llevo la mano a la espalda, para tocar mi cicatriz inconscientemente, la acaricio, me acaricio, como acariciaria a mi propio hijo, buscandome ese mismo tipo de consuelo. No funciona, pero a veces calma. A veces, y con el tiempo.
No, definitivamente no me gusta, pero yo tampoco me gusto, aunque me gusta no verla y sentirla en el centro de la espalda, justo en el lugar donde mi conciencia, millones de neuronas conscientes, empieza a mezclarse con el cuerpo incosciente, y viceversa.
Yo tampoco me gusto, y sin embargo ese trozo de piel que no es de pierna, ni rosada, ni de brazo, ni de espalda, me refleja la memoria, y esa me dice, no pares, corre, sigue adelante, que tú puedes.
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